Hernán Uriburu, el primer prestador de cabalgatas de la Argentina, cuya manera de vincularse con la gente, los caballos y su querida provincia de Salta lanzó el turismo vivencial en el país, no está más con nosotros. Uno de los salteños más queridos por sus comprovincianos, él creía que una travesía montada debe brindar al jinete una experiencia cultural además de paisajes impresionantes. Su deceso ha causado profundo pesar entre quienes tuvieron la fortuna de participar de una de las cabalgatas de varios días de duración que él conducía por los cerros a lo largo de más de tres décadas, porque aquellas expediciones incluían contactos con lugareños, y con su propia filosofía de vida.
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Para Hernán, contemplar desde el lomo de un caballo cómo va cambiando el paisaje a medida que el animal sube y baja cuestas de montaña era la mejor forma de “rumiarlo” (asimilarlo), y distenderse lo suficiente para disfrutar de una vida rústica durante unos días. Inevitablemente, los conceptos que los jinetes tenían del tiempo – y las prioridades en la vida – iban mutando en el curso de una de sus cabalgatas.
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A medida que pasaban las horas y los días, aprendías el valor de la paciencia, la prudencia, la cautela, el silencio, las cosas simples de la vida, y el respeto al prójimo. Los jinetes no tenían motivo de temer, y tampoco de avergonzarse de pedir ayuda cuando la necesitaban. Y pronto comprendieron por qué era aconsejable comer liviano para evitar el mal de alturas durante la aclimatación en lugares que presentan el problema, y usar la misma ropa exterior durante toda la travesía.
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Hernán cuidaba a los jinetes. Su cabalgadura preferida era una pequeña mula que, además de tener un andar muy seguro, estaba lo suficientemente cerca del suelo para permitirle desmontar y montar de nuevo con facilidad varias veces por día para resolver cualquier problema que se presentase, desde una cincha floja hasta un sombrero llevado por el viento. Él se encargaba de la cocina si los jinetes eran pocos. Si el grupo era numeroso, llevaba una cocinera.
Sus clientes incluían a muchos empresarios, analistas de sistemas y diplomáticos estresados, y también algunos periodistas. Durante las primeros dos décadas, casi todos eran extranjeros. En los últimos tiempos, varios argentinos también integraban los grupos.
En 1995, me anoté en una de sus clásicas travesías de cuatro días por los cerros detrás de la localidad de Guachipas, a mitad de camino entre la capital provincial y Cafayate. Recuerdo en particular el momento en que enfoqué mi cámara sobre una perfecta figura de suri en un impresionante sitio de arte rupestre; mis charlas con una familia de pastores de cabras, y nuestra empinada subida hasta la cima de un alto cerro donde observamos cóndores que volaban debajo nuestro.
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Insistía que la gente de los cerros no era pobre. “Pagan derechos de pastoreo, tienen sus propios animales, pero no tienen un jefe. Subsisten sin dinero, pero tienen mucho. Tienen libertad porque viven allí porque les gusta, no porque les es impuesto. Si no fuera así, los cerros estarían deshabitados”.
Luego de una cabalgata por los cerros de Hernán, sus clientes volvieron a la civilización y a sus respectivas vidas diarias. Pero para más de uno de ellos, algo había cambiado.
Bonnie Tucker
PD: Marcos, el hijo de Hernán que acompañó a su padre en muchas de sus travesías con turistas, seguirá organizando cabalgatas en los cerros salteños. Información: (0387) 401-1200 o hru@arnet.com.ar.
FOTO CRÉDITOS: Hernán Uriburu. Bonnie Tucker. Jinetes en los cerros de Guachipas. Bonnie Tucker. Hernán con un baqueano. Cortesía Lihué Expediciones. Milenaria pintura rupestre de un suri. Bonnie Tucker. Un pastor de cabras ordeña una de sus animals. Bonnie Tucker. La autora con sus anfitriones locales. Cortesía Lihué Expediciones. Hernán Uriburu con jinetes en la cocina de anfitriones locales. Cortesía Lihué Expediciones.