Aventura en el Aconquija

Tres días para recordar.

Bonnie Tucker / FST
Yo soy una loca de las cabalgatas. Me gusta subirme a un caballo y enfilar hacia cualquier lugar en las montañas que quede lejos de las ciudades. El objetivo no es tanto el destino, sino el viaje a caballo en sí. Con el primer paso del animal en la dirección de lugares altos con vistas desbordantes, ya me siento mejor.
Dormir en una carpa no es lo mío, pero como forma parte de la mayoría de las experiencias asociadas con las travesías montadas en zonas aisladas, acepto sin chistar, siempre que cabalgar esté de por medio. Así que bien puede imaginarse mi alegría en noviembre del año pasado cuando Cabra Horco Expediciones me invitó a participar de una cabalgata de tres días en la Sierra del Aconquija entre San Miguel de Tucumán y Tafí del Valle, con pernoctes en una casa de familia y la coqueta hostería de la reserva natural Las Queñuas, en el medio de la naturaleza pura.
Nicolás Paz Posse, el prestador, me había sido recomendado por una agente de viajes amiga mía, que es muy exigente con respecto a caballos, equipos, seguridad, recorridos y servicio en general, de modo que no fue difícil convencerme. Hasta había ganado el Premio Lugares al mejor prestador de aventura en 2008.
En sus años de la secundaria, Nicolás y los otros jóvenes que trabajan con él empleaban sus vacaciones de verano en explorar a caballo todo el Aconquija por el sólo placer de hacerlo, y disfrutan de compartir sus experiencias con los demás. La mayoría son egresados universitarios en carreras tales como derecho o administración de empresas, pero la atracción de las montañas es tan fuerte que han encontrado la forma de desempeñar ambos papeles turnándose en las cabalgatas que realizan con clientes.

Los turistas extranjeros no se dan cuenta de cuánto los apellidos de algunos de ellos tienen que ver con la historia argentina, y ellos mismos no ofrecen esa información. Ellos, y las familias cerreñas cuyos hogares han equipado con baños y cuartos aptos para visitantes, ofician de anfitriones de los jinetes que contratan cabalgatas de abril a diciembre.
Su tropilla tiene muchos pequeños caballos cerreños, que son muy fuertes y seguros en su andar, además de algunos vistosos anglo-árabes.
Nicolás fue a buscar al grupo al aeropuerto de San Miguel de Tucumán, y nos dio tiempo para desempacar los bolsos en un buen hotel céntrico antes de llevarnos a cenar a un restaurante en el Parque 9 de Julio. Allí se sumó al grupo un guía alto y rubio que acompañaría al grupo, quien fue presentado como “Marco”. No un “Marcos” español, sino un “Marco” italiano o romano. Su nombre completo, y los de todo el personal de Cabra Horco, estaban en el programa que Nicolás envía por correo electrónico a todo participante de una de sus cabalgatas, y yo lo había dejado en casa.
La mañana siguiente, nos llevaron a una casa de familia al lado del camino cerca de Siambón, donde colocamos las alforjas con nuestras pertenencias tras las monturas de los caballos asignados a cada uno, montamos y nos dirigimos hacia la Sierra. Nos acompañaba Roberto Martínez Zavalía, dueño de la nueva hostería Las Queñuas, donde pasaríamos la segunda noche.

Primero ascendimos el ancho lecho del Río Grande, que en esa época estaba casi seco. Estaba festoneado con enormes rocas que diferentes crecientes habían transportado y depositado allí (razón por la cual Nicolás no conduce cabalgatas de turistas en verano). Luego atravesamos una pequeña selva de yungas, y seguimos ascendiendo a través de un alisal y una zona arbustiva hasta alcanzar una pradera de altura. Allí armamos sándwiches de pan fresco con cortes fríos sobre un mantel acomodado en el pasto.
Las distancias entre los puestos en este y otros recorridos de Cabra Horco son cortas, pero el progreso es lento debido a lo escabroso del terreno, que comprende una serie de cordones montañosos separados por valles angostos surcados por ríos que hay que vadear. A medida que el caballo, y el jinete que lleva, suben trabajosamente una cuesta y cuidadosamente descienden otra que parece todavía más empinada que la anterior, hay tiempo para observar cómo la vegetación cambia según la elevación y orientación de las sierras.
Vimos impresionantes contrastes en la vegetación en cañadones orientados de este a oeste, donde arbustos típicos de climas semiáridos de Chaco seco se agarran del lado azotado por vientos de la región desértica del norte, y árboles, arbustos, helechos y musgos dignos de una pluviselva lucen despampanantes en el lado de enfrente, nutridos por la humedad provista por los vientos pampeanos que soplan desde el sur.

Pero más impresionante todavía fue conocer la forma en que la gente del lugar vive e interactúa en puestos remotos. No hay caminos, sólo senderos, algunas precarias pistas de aterrizaje, y claros donde puede posarse un helicóptero.
Los puesteros cabalgan hasta el pueblo a comprar provisiones una vez por mes, si el nivel de los ríos lo permite. El vecino más cercano puede vivir a varios kilómetros de distancia, pero si uno de ellos se enferma o se accidenta, todos participan de la tarea de acercarlo a la casa más cercana con un teléfono celular o equipo de radio y un claro suficientemente grande como para recibir el helicóptero sanitario de la provincia. Durante la segunda mañana de nuestra travesía, cuando nos despertamos en la modesta casa familiar que nos había dado alojamiento, nos encontramos con diez personas que habían traído a un muchacho que en el cerro había sufrido convulsiones. Para llegar hasta allí, habían viajado durante seis horas en la oscuridad, a pie y a caballo por senderos de cornisa, y todavía esperaban el helicóptero cuando nos fuimos.
Fue Marco, un abogado recién recibido, quien hizo todo el trabajo en esa cabalgata, llevando a tiro el caballo carguero con los alimentos y sirviendo el almuerzo y el té durante el primer día, siempre con una sonrisa.
Tarde en la mañana del segundo día, nos fotografiamos al lado de un menhir de piedra tallada que había sido emplazado en una pradera de altura de frente a una hermosa sierra por gente de una cultura indígena que floreció hace 2.000 años.

Fue uno de los pocos menhires que escapó el traslado y concentración en la cima de una loma cerca de Tafí del Valle que fueran ordenadas por el gobernador militar durante la década del setenta. Más tarde, cabalgamos por un filo donde afloran los restos de antiguas construcciones en piedra que posiblemente fueron puestos de observación de la misma cultura preincaica.

Las Queñuas es una reserva natural privada que ocupa una antigua estancia. Cuando Martínez Zavalía –estanciero y otrora funcionario provincial del ámbito del turismo– compró la tierra, les dio a las familias de los puestos títulos de propiedad de sus hogares. Le llevó tres años construir la hostería y acarrear a lomo de mula los muebles, y hasta espejos.

No obstante, la propiedad, con su cálida decoración localista, no tiene nada que envidiar a los hoteles de campo más cercanos a la ciudad. Las habitaciones de los huéspedes, cada una con su baño privado, son espaciosas y totalmente equipadas, y el comedor y estar de la hostería son muy acogedores. Hay sillones cómodos en la galería. El almuerzo del segundo día –pasta con dos opciones de salsas– indicó que la cocinera había asistido a un curso de gastronomía en Buenos Aires.

Como hacía calor, el almuerzo se sirvió en el patio frente a la hostería. El mismo está a la vista de una loma ondulante que sirve de pista de aterrizaje a intrépidos pilotos que aterrizan en la subida y despegan cuesta abajo.
Con el calor llegó un chaparrón. Poco después, arribó Nicolás con su novia. Los varones salieron a seguir explorando los alrededores a caballo con amenaza de más lluvias, y las mujeres se quedaron a tomar el té al lado de la chimenea en la hostería.
Cuando estábamos por bajar una cuesta particularmente empinada rumbo a nuestro almuerzo del tercer día, hubo un poco de acción. Marco bajó de su caballo –un joven anglo-árabe alazán ruano alto, lindo y jodido– para ajustar las cinchas de los caballos de los turistas. Mientras él se dedicaba a ese menester, el caballo se liberó del arbusto donde lo había dejado atado y, calculando la distancia, empezó a alejarse sigilosamente. Alertado sobre el inminente escape, Marco hizo un intento de disuasión por las buenas, al que el caballo hizo caso omiso. Salió trotando, y luego galopando, cuesta abajo, con su jinete corriendo atrás. Marco pudo agarrarlo en el río unos 500 metros más abajo porque el animal se enredó en las riendas. Durante la corrida, se le despegó la suela de una de sus botas; cuando se lavó los pies en el río antes de almorzar, las heridas dejadas por los clavos de la suela se hicieron evidentes. “No es nada serio”, dijo, mientras se calzaba unas alpargatas.

Disfrutamos de nuestro último almuerzo en las montañas sentados bajo el parral de un puesto al lado del río, devorando bandeja tras bandeja de deliciosas empanadas fritas acompañadas de diversas ensaladas. El lugar es tranquilo, porque el río y los senderos difíciles lo ponen fuera del alcance de las motos.
Cuando llegamos al filo de la Cuesta de Raco, el cerro al fondo de la localidad del mismo nombre, nos devolvió a la realidad el rugido de los motores de las motos enduro que subían para luego bajar por el sendero que usan los lugareños para comprar provisiones. Las huellas profundas dejadas en el sendero de tierra por las ruedas de estas máquinas infernales de la jeunesse dorée autóctona fueron una muestra más de los daños causados a los ambientes naturales, y el disfrute de ellos, en muchos partes del país por este deporte, que debería ser practicado sólo en estadios o circuitos cerrados.
La excursión finalizó con un rico té servido en la casa de la familia de Nicolás en Raco.
Cuando volví a Buenos Aires, me fijé en el programa enviado por correo electrónico y vi que el apellido de Marco es Avellaneda. El mismo que el de un prócer local cuya vida y muerte son leyenda en Tucumán. Un llamado telefónico a Nicolás confirmó que nuestro guía es efectivamente descendiente de Marco Avellaneda (1813-1841), un joven periodista fogoso e idealista devenido en gobernador de Tucumán que hizo historia muriendo por sus ideales. Aquel Marco encabezó una revuelta malograda de las provincias del Norte contra el dictador bonaerense Juan Manuel de Rosas y fue decapitado por su osadía. Su cabeza fue exhibida sobre una pica en la plaza principal de San Miguel de Tucumán como ejemplo de lo que no se debe hacer. Una noche, una corajuda dama de la sociedad fue a la plaza, sacó la cabeza de la pica, se retiró con ella bajo su chal y la devolvió a la familia Avellaneda para que le dieran cristiana sepultura. Está en el mausoleo de Marco Avellaneda en el Cementerio de Recoleta en Buenos Aires, no muy lejos de la tumba de Rosas. Nicolás (1837-1885), el hijo de aquel Marco, fue presidente de la Argentina desde 1874 hasta 1880.
En Buenos Aires, la agencia de viajes que organiza grupos para las cabalgatas de Cabra Horco en la Sierra del Aconquija puede contactarse al +54-11-5031-0070.

FOTO CRÉDITOS: Cumbres, y sendero en las yungas, Rafael Smart. Atravesando el lecho del Río Grande, Rafael Smart. Una puestera con sus cabras, Rafael Smart. Marco Avellaneda, Bonnie Tucker. Una amazona mirando el menhir, Francisco Didio. Roberto y Marco observan un sitio prehispánico, Rafael Smart. Living-comedor de la hostería de Las Queñuas, Bonnie Tucker. Almuerzo frente a la pista de aterrizaje en Las Queñuas, Bonnie Tucker. Paseo en una tarde de lluvia, Rafael Smart. La mesa puesta para el almuerzo del tercer día, Bonnie Tucker. Antiguo retrato de Marco Avellaneda (1813-1841).